Cristoforma es una organización dedicada a crear espacios y ofrecer recursos para fomentar la formación espiritual cristiana integral  en el siglo XXI.

Boletín de noticias

Lo que hacemos: la Persona, la Iglesia y la Misión de Dios

Mario Bravo-Lamas, 20 de Abril de 2025

Modelo de espiritualidad

Una espiritualidad cristiana centrada en el hacer cristoforme

En el camino de la formación espiritual cristiana, no basta con creer de forma correcta (ortodoxia) ni con sentir de manera piadosa (ortopatía); también es necesario vivir conforme al evangelio. Esta tercera dimensión —la ortopraxis— nos recuerda que la fe cristiana se encarna en la vida concreta. Es el hacer que nace del ser transformado, una acción moldeada por la gracia, habitada por el Espíritu y orientada hacia Dios.

Lejos de reducirse a un moralismo o activismo, esta práctica cristiana fluye de una espiritualidad integral: lo que creemos, lo que amamos y lo que hacemos están profundamente entrelazados. Y esta praxis toma forma en tres ámbitos vitales: la vida personal, la comunidad eclesial y la participación en la misión de Dios.

De forma similar, Woodward y Strawser proponen tres dimensiones clave para comprender esta vida comunitaria: comunión con Dios, comunidad entre creyentes y co-misión hacia el mundo. La ortopraxis implica participar en estos tres movimientos: recibir la gracia, compartirla y extenderla.

1. La persona: vivir desde una nueva identidad

Los evangélicos han sido muy buenos proporcionando ayuda para el estudio bíblico, por ejemplo, estudios de palabras, pero no estoy seguro de que el evangélico promedio sea capaz de usar la Biblia como marco interpretativo para su vida diaria“. Kevin Vanhoozer

La ortopraxis comienza en la vida de cada persona, arraigados en el cuidado y amor de Dios por nosotros, pero no en clave individualista. Se trata de una vida profundamente renovada por la gracia, que busca imitar a Cristo desde lo cotidiano. Como enseña Kevin Vanhoozer, el discipulado es una “actuación teodramática”: una participación activa en el drama redentor de Dios. El cristiano no improvisa según sus propias reglas, sino que aprende a encarnar fielmente el guion de la Escritura, bajo la dirección del Espíritu Santo.

Esta actuación requiere formación intencional. Como bien decía Dallas Willard, la vida cristiana no se sostiene solo con buenas intenciones, sino con prácticas concretas que nos entrenan para vivir como Cristo: la oración, la meditación bíblica, el ayuno, la adoración, el silencio. No como fines en sí mismos, sino como disciplinas formativas que nos moldean desde adentro hacia afuera.

Esta forma de vida se ancla en una identidad nueva. Como afirmaba Ireneo de Lyon, en Cristo la humanidad ha sido recapitulada y rehecha. La persona que vive “en Cristo” participa de esta nueva humanidad: no solo cree y siente de manera distinta, sino que también vive de otro modo. La ortopraxis, así, es el fruto de una transformación profunda: vivir como hijos e hijas del Padre, en el poder del Espíritu, siguiendo al Hijo.

2. La iglesia: una comunidad que practica la fe

“Durante la mayor parte de la historia cristiana, la relación con Dios fue inseparable de la relación con la iglesia”. Tish Harrison Warren

La vida cristiana no se forma en soledad. La ortopraxis florece en comunidad. La iglesia no es una audiencia ni un evento, sino el espacio donde se aprende a vivir el evangelio juntos. Es el lugar donde se entrena el perdón, la hospitalidad, la reconciliación, la paciencia, la compasión. Allí la fe se vuelve tangible, encarnada en relaciones y prácticas compartidas. Es el lugar donde cultivamos el valor de pertenecer y permanecer, en contra de una mundo individualista y fragmentado, afirmamos la importancia de ser una comunidad de compromiso, de esta forma construyendo una fe sostenible en el tiempo.

La iglesia es, como la llama Vanhoozer, el teatro del evangelio, donde cada creyente es formado para actuar conforme a Cristo. No es un centro de consumo espiritual, sino una escuela de obediencia y una comunión de personas en transformación. En este sentido, la adoración, la enseñanza, los sacramentos y la vida en común no son fines en sí mismos. Son medios formativos que deben desembocar en una vida transformada. La Palabra no solo forma la mente, sino también el cuerpo y la acción. No hay ortopraxis auténtica sin una iglesia viva, humilde y enviada.

3. La misión: participar en la obra redentora de Dios

“Una iglesia que no es una iglesia misionera se contradice”. Pacto de Lausana

La ortopraxis alcanza su plenitud en la misión. No como estrategia, sino como participación en la obra que Dios realiza en el mundo. La espiritualidad cristiana no se agota en lo interior ni en lo comunitario: se proyecta hacia el otro, hacia la creación, hacia la historia. La misión no es un añadido a la vida cristiana, sino su extensión natural.

La misión de Dios (missio Dei) es el marco que da sentido a toda ortopraxis. La iglesia local es a la vez fruto y agente del propósito redentor de Dios. La acción cristiana se despliega en múltiples formas: testimonio, justicia, hospitalidad, reconciliación, cuidado de la creación, proclamación del evangelio, búsqueda del bien común. Pero todo nace del amor cruciforme de Cristo, no del deseo de éxito ni de reconocimiento.

Participar en la misión es hacer visible el evangelio con la vida. No como un espectáculo religioso, sino como una existencia ordinaria tocada por lo extraordinario: familias reconciliadas, barrios restaurados, culturas iluminadas por la gracia. Es la vida que da testimonio de que Cristo vive y que su Reino ya ha comenzado.

Una espiritualidad encarnada: el hacer como fruto

La ortopraxis cristiana no es activismo ni perfeccionismo. Es el fruto visible de una vida escondida en Cristo, nutrida por el Espíritu y formada en comunidad. Es el hacer que fluye de una identidad renovada, se ejercita en una iglesia viva y se proyecta en una misión transformadora.

Toda espiritualidad cristiana que no se concreta en la vida corre el riesgo de volverse estéril. Como dice la carta de Santiago: “la fe sin obras está muerta” (Stgo 2:17). La vida cristoforme no se limita a lo que creemos o sentimos, sino que se expresa en cómo vivimos, servimos, amamos y esperamos. Porque seguir a Cristo es, siempre, una forma de vivir.