Mario Bravo-Lamas, 10 de Junio de 2025
Resumen
En las últimas décadas, teólogos como Miroslav Volf, Jonathan Pennington, Joshua Jipp, Ben C. Blackwell y R. L. Hatchett han redescubierto el florecimiento humano como una vida plena que surge de la comunión con Dios en Cristo por el Espíritu. Este florecimiento, entendido como bienestar integral o eudaimonía (del griego eu‑daimōnía, “buen espíritu”), abarca todas las dimensiones —ética, emocional, relacional, intelectual y espiritual— y se vive con sabiduría y propósito. En la tradición cristiana, no se trata solo de virtudes o hábitos saludables, sino del fruto de una formación espiritual que transforma a la persona desde su interior. Génesis 1:27 enseña que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, y el Nuevo Testamento revela que Jesús es la imagen perfecta de Dios y que, por el Espíritu Santo, esa imagen se restaura progresivamente en nosotros (Juan 1:18; 14:9; Romanos 8:29; 2 Corintios 3:18; Colosenses 1:15, 3:10; Hebreos 1:3).
Este proceso de transformación abarca creer, amar y actuar, llevando a encarnar el carácter de Jesús en la vida cotidiana: no se trata solo de adquirir conocimientos o conductas externas, sino de ser moldeados en Cristo para vivir con sabiduría, amor, verdad y virtud. Por eso, desde una perspectiva cristiana, el verdadero florecimiento ocurre cuando la imagen de Dios en nosotros es restaurada en la forma de Cristo. De ahí surge el nombre “Cristoforma” —que une “Cristo” y “forma”— para expresar este camino de formación espiritual que acompaña a personas y comunidades hacia una vida plena y significativa, donde el amor, la justicia y la verdad se encarnan en su forma más elevada: la forma de Cristo.
Introducción
En las últimas décadas, el concepto de “florecimiento humano” ha ganado relevancia tanto en el discurso académico como en el pastoral, especialmente en diálogo con la teología cristiana. Frente a visiones reduccionistas del bienestar humano —ya sean materialistas, terapéuticas o individualistas— diversos teólogos han propuesto una comprensión más integral, relacional y teocéntrica del florecimiento. Este ensayo explora cómo este concepto puede dialogar con la propuesta de formación cristiana “cristoforma”, entendida como un proceso espiritual integral de transformación a la imagen de Cristo, que integra fe, amor y acción, y que se enraíza en la Trinidad y se despliega en la vida personal, comunitaria y pública.
1. El florecimiento humano según la teología cristiana contemporánea
En el marco de la teología cristiana contemporánea, diversos autores han buscado recuperar una visión integral del florecimiento humano desde una perspectiva bíblica y trinitaria, en contraste con visiones centradas en la autosatisfacción, la eficiencia o la salud emocional como fines últimos. Entre ellos, destacan Miroslav Volf, Jonathan Pennington, Joshua Jipp, Tyler VanderWeele, y Natalya Cherry, quienes coinciden en que una vida verdaderamente plena solo puede comprenderse en relación con Dios, a la luz de la revelación bíblica y desde una antropología relacional.
Miroslav Volf, en Flourishing, plantea que la vida buena es aquella que “va bien” (es decir, se desenvuelve en circunstancias externas favorables), “se vive bien” (formada por virtudes y prácticas adecuadas) y “se siente bien” (posee una dimensión subjetiva positiva), pero advierte que este ideal solo se realiza plenamente en la comunión con Dios. El florecimiento humano, por tanto, no es un logro autónomo, sino el fruto de la relación divino-humana, y en comunidad. Volf vincula este concepto con imágenes bíblicas de plenitud —el árbol junto a corrientes de agua (Sal 1:3), las ovejas en pastos verdes (Sal 23:2)—, plenitud plenamente señalada en el principio y el final de la narrativa bíblica, en el jardín del Edén y la Nueva Jerusalén. Volf resume su visión en una afirmación central: “el amor verdadero por el Dios verdadero baña nuestro mundo con la luz de una gloria trascendente y lo convierte en un escenario de alegría”. Así, el florecimiento no es simplemente autorrealización, sino una existencia transformada por el amor divino y orientada hacia la comunión con Él y con los demás.
Jonathan Pennington, por su parte, ofrece una lectura teológica del Sermón del Monte como una propuesta cristiana de eudaimonía o florecimiento humano. Argumenta que Jesús redefine la literatura sapiencial judía y grecorromana en su búsqueda de la vida buena, articulándola desde una visión del florecimiento humano como participación en la vida del Reino centrada en Dios, en creer y vivir en Cristo. Pennington sostiene que “la Biblia se trata del florecimiento humano”, y que esta visión centrada en Dios incluye tanto la gracia como la virtud, integrando la salvación con el discipulado. Según Pennington, el florecimiento cristiano es así parcial en el presente, pero será completo en la consumación escatológica en Cristo.
Joshua Jipp, en su lectura paulina, enfatiza que el florecimiento humano es una forma de vida centrada en la participación en Cristo, modelada por el amor y la comunidad. Según Jipp el florecimiento humano ocurre al “participar en la vida de Dios a través de Cristo y el don del Espíritu; una vida que implica la muerte al pecado y la transformación de la propia capacidad moral, mediante la cual los seres humanos se asemejan cada vez más a Cristo y, por lo tanto, son capaces de participar de la vida de resurrección escatológica”. Jipp relaciona la teología paulina con el florecimiento humano en un esfuerzo de contextualizar la vida cristiana para nuestros tiempos actuales.
Desde una perspectiva interdisciplinar, Tyler VanderWeele, en A Theology of Health, desarrolla una comprensión holística del florecimiento humano que abarca las dimensiones física, mental, relacional y espiritual. Apoyado en investigaciones empíricas rigurosas, sostiene que el florecimiento implica “alcanzar la felicidad, la salud física, el sentido de la vida, la virtud, las relaciones estrechas, una buena comunidad y la vida espiritual”. Estas dimensiones, lejos de ser compartimentos aislados, están profundamente interrelacionadas y deben cultivarse de manera integrada. VanderWeele enfatiza que este proceso no depende de avances tecnológicos ni de modas culturales, sino que encuentra su centro en la unión con Cristo, lo que permite la conformidad con la intención original de Dios para la humanidad. El florecimiento último y perfecto, afirma, es la “comunión con Dios, que es el objetivo final de la persona humana”. Esta comunión, restaurada por la obra de Cristo, no solo es esencial para el bienestar integral, sino que es posible únicamente por medio de Él. Su enfoque ofrece una base valiosa para articular una visión pastoral y formativa del florecimiento que reconoce la complejidad del ser humano.
Natalya Cherry, en Believing Into Christ: Relational Faith and Human Flourishing, redefine el florecimiento humano desde una perspectiva radicalmente cristocéntrica y relacional. Cherry argumenta que el florecimiento humano no se basa en logros individuales, ni siquiera en la mera posesión de creencias doctrinales, sino en una relación viva con Cristo. Utiliza el concepto bíblico de “creer en” (pisteuein eis) para mostrar que la fe auténtica no es sólo asentimiento intelectual, sino un acto continuo de entregarse y habitar en Cristo. Esta fe relacional es fuente de transformación y plenitud, y se convierte en el eje del florecimiento humano entendido como participación en la vida del Hijo de Dios. Para Cherry, el florecimiento no se basa en el éxito personal ni en estados emocionales, sino en la unión viva con Cristo que se expresa en una vida de fe activa y amorosa.
Finalmente, para Ben C. Blackwell y R. L. Hatchett, en Engaging Theology, el florecimiento humano es una expresión moderna del bienestar integral que, desde la perspectiva cristiana, se encuentra en la participación plena en la vida de Dios, en comunión con otros y en armonía con la creación. Esta visión no se limita al individuo, sino que abarca la comunidad y el lugar donde vivimos. El florecimiento verdadero surge del propósito original de Dios en la creación, que fue distorsionado por el pecado, pero que está siendo restaurado por medio de la obra redentora de Cristo y la acción transformadora del Espíritu Santo. Así, la salvación no es evasión del mundo, sino restauración integral de la vida humana según el diseño de Dios, orientada por la imagen de Cristo como meta de la humanidad.
2. La espiritualidad cristiana como camino hacia el florecimiento
En conjunto, estos autores ofrecen una visión coherente y profundamente teológica del florecimiento humano: no como una realización autónoma, sino como una vida plena en Dios, fruto de la comunión con Él en Cristo por medio del Espíritu. Esta comunión transforma integralmente al ser humano, orientándolo hacia el amor, la justicia, la verdad y la esperanza. En este marco, el florecimiento no es una alternativa secular a la espiritualidad cristiana, sino su consecuencia natural: el resultado de habitar plenamente en la vida trinitaria. Esta perspectiva ofrece, por tanto, un fundamento sólido para repensar la espiritualidad cristiana y los procesos formativos desde una clave relacional, cristocéntrica y trinitaria, como se desarrollará en los puntos siguientes.
La formación espiritual cristiana solo se puede comprender de forma profundamente relacional como una respuesta al amor de Dios revelado en Cristo, como un camino que se recorre en comunión con Dios y con otros. No se trata simplemente de prácticas devocionales individuales, sino de una transformación integral —personal, comunitaria y social— que conforma el carácter del creyente a la semejanza de Cristo a través del cultivo de virtudes teologales como la fe, la esperanza y el amor. Esta formación se desarrolla en el contexto de la vida eclesial, en la práctica de disciplinas espirituales y en el compromiso activo con la justicia y la paz. Desde esta perspectiva, el florecimiento humano no es un fin autosuficiente ni un logro individual, sino el fruto de una vida profundamente enraizada en la comunión con Dios y orientada hacia el bien del prójimo.
Desde una clave cristocéntrica, Cherry ofrece una visión profundamente significativa del florecimiento humano como inseparable de la relación transformadora con el Cristo viviente. Ella sostiene que este no se puede definir por sentimientos subjetivos de bienestar ni por logros morales, sino que se da en una comunión creciente con Jesús resucitado. En su lectura del verbo pisteuō, enfatiza que “creer en” implica una entrega continua de uno mismo a Cristo: una morada espiritual real que transforma todas las dimensiones de la existencia. Esta unión no es una metáfora piadosa, sino una realidad viva que se expresa en una fe activa, en un amor encarnado que brota del encuentro con Cristo, y en una esperanza escatológica que orienta toda la vida hacia la plenitud prometida por Dios. Esta vida floreciente se manifiesta en el seguimiento de Jesús, en la participación en su vida, muerte y resurrección, y en la formación de una existencia que refleje su carácter.
Vista en clave trinitaria, la espiritualidad cristiana no es un suplemento opcional al desarrollo humano, sino su esencia y su camino. El florecimiento humano no es un fin autónomo, ni se puede reducir a prosperar o experimentar bienestar subjetivo, sino que es el fruto de una vida orientado hacia Dios. Por lo que la espiritualidad cristiana no es un apéndice del florecimiento humano, sino su esencia y su camino, que consiste en habitar plenamente en la comunión con el Dios trino. Esta comunión transforma al ser humano desde lo más profundo, orientándolo hacia el bien, la verdad y el amor. Vivir una vida floreciente significa participar de la vida de Dios: en el seguimiento de Jesús, por el poder del Espíritu, y en el seno de la comunidad del Reino. Así entendida, la espiritualidad cristiana es el proceso mediante el cual somos incorporados a la vida trinitaria y conformados por ella, en un camino de transformación integral.
3. Cristoforma: una formación espiritual hacia el florecimiento en Cristo
El diálogo entre la espiritualidad cristiana y los desarrollos contemporáneos sobre el florecimiento humano revela una resonancia profunda. En tiempos marcados por búsquedas fragmentadas de bienestar, la teología del florecimiento humano, al recuperar una visión bíblica, integral y trinitaria de la vida buena, proporciona un horizonte rico y desafiante para repensar los procesos de discipulado, espiritualidad y formación cristiana. Esta perspectiva, lejos de reducirse a una mejora personal o a un ideal psicológico, recupera una visión de la vida buena como comunión con Dios y participación en su vida.
En este horizonte teológico se inserta la propuesta de Cristoforma, un modelo de formación espiritual cristiana que busca integrar las dimensiones esenciales de la fe: creer, amar y actuar. Inspirado por voces como Ireneo, Wesley, Vanhoozer y Dallas Willard, este modelo propone una espiritualidad trinitaria, centrada en Cristo, que transforme al creyente en sus dimensiones cognitivas (ortodoxia), afectivas (ortopatía) y prácticas (ortopraxis). La formación espiritual, entendida así, no puede reducirse a la conformación externa a a normas religiosas, sino que es la participación interna y progresiva en la vida del Hijo, mediante el Espíritu, hacia el Padre.
La teología del florecimiento humano encuentra un eco profundo en este modelo. El énfasis en la fe relacional que habita en Cristo como eje del florecimiento humano resuena con el corazón de cristoforma: la unión con Cristo. Autores como Pennington y Cherry insisten en que el florecimiento no es un fin en sí mismo, sino la consecuencia de una vida en creciente comunión con Dios. En sintonía con esto, Cristoforma afirma que la formación espiritual no es meramente aprendizaje doctrinal o prácticas religiosas, sino que es llegar a ser quien uno está llamado a ser en Cristo, a través de la unión viva y constante con Él. Esta relación transforma el ser, la visión y la acción del creyente, haciendo del florecimiento cristiano el mismo proceso de ser conformado a la imagen de Cristo.
Autores como Miroslav Volf y Tyler VanderWeele amplían el panorama del florecimiento al incorporar dimensiones como la justicia, la salud integral, la comunidad y el gozo. Estas dimensiones no deben verse como añadidos a la vida espiritual, sino como expresiones concretas de una vida vivida en unión con Dios. Cristoforma, por su parte, articula estas dimensiones dentro de un proceso formativo que reconoce la complejidad humana y orienta todas sus áreas hacia Cristo. La propuesta de Cherry, al destacar la fe relacional como clave del florecimiento, refuerza esta visión al ofrecer una espiritualidad encarnada, eclesial y misional que corrige tanto las visiones individualistas como moralistas de la espiritualidad. Cristoforma encuentra en esta propuesta una validación profunda: no se trata solo de formar “mejores cristianos”, sino de participar del Hijo y, en Él, llegar a ser plenamente humanos. Así entendido, el florecimiento no es otra cosa que la madurez espiritual de una vida plenamente habitada por Dios.
Por lo tanto, desde esta perspectiva, el florecimiento humano cristiano no es un proyecto paralelo a la formación espiritual, sino su fruto más pleno y su manifestación más profunda. Florecer es llegar a ser quien uno está llamado a ser en Cristo, en la relación viva que transforma el entendimiento, el deseo y la acción. Cristoforma ofrece un marco teológico-pastoral que articula estas dimensiones dentro de un proceso formativo centrado en Cristo. Describiendo el camino por el cual somos moldeados por la gracia para participar en la vida trinitaria y encarnar el amor divino en todas las esferas de la existencia.
4. Aplicaciones pastorales
Las implicaciones pastorales de esta convergencia entre florecimiento humano y formación espiritual cristoforma son múltiples y urgentes. En un contexto marcado por la ansiedad, la fragmentación y la búsqueda de sentido, las iglesias están llamadas a ofrecer no solo respuestas doctrinales, sino caminos de vida plena en Cristo. Algunas aplicaciones clave incluyen:
- Redefinir el discipulado: La formación cristiana debe centrarse menos en la acumulación de conocimientos doctrinales y más en cultivar una fe relacional que implique una unión viva y transformadora con Cristo. Esto requiere comunidades donde la vida espiritual no sea simplemente instruida, sino acompañada, compartida y vivida. Comunidades donde se acompañe la vida espiritual en su totalidad, incluyendo el cuerpo, las emociones, la historia personal y la vocación.
- Diseño de procesos formativos: Los programas de formación deben integrar las dimensiones cognitivas, afectivas y prácticas, apuntando al florecimiento integral de los participantes. La evaluación no debe centrarse sólo en el contenido aprendido, sino en la transformación relacional, emocional y misional de las personas.
- Espiritualidad encarnada: Se debe enseñar y practicar una espiritualidad que abrace el descanso, la familia y el trabajo como ámbitos de la presencia de Dios. La iglesia debe ayudar a discernir y cultivar la presencia de Dios en todos los ámbitos de la vida cotidiana. El florecimiento humano no se experimenta sólo en la oración o el culto, sino también en la salud emocional, la restauración de vínculos y el ejercicio vocacional.
- Cuidado integral: A la luz de VanderWeele, los ministerios pastorales deben abordar el florecimiento físico, mental, social y espiritual, integrando acompañamiento psicológico, cuidado comunitario, justicia social, discernimiento vocacional y espacios de sanidad.
- Acompañamiento espiritual: Se necesitan espacios de dirección espiritual y discipulado relacional donde se pueda discernir la obra de Dios en la vida de las personas, cómo la persona está habitando su relación con Cristo, cómo está creciendo en fe relacional y cómo eso se manifiesta en su vida cotidiana.
- Predicación y liturgia orientadas al florecimiento: La predicación y la liturgia deben ser medios de formación y transformación, no solo de información, orientadas a moldear el corazón y el deseo hacia Dios, y no solo a instruir la mente. Deben guiar a los creyentes a habitar en Cristo, a vivir su Palabra y a participar del misterio de su vida.
- Una visión misional del florecimiento: La iglesia puede testimoniar al mundo que el verdadero florecimiento humano no está en el éxito, la fama o el consumo, sino en la comunión con Dios y con los demás. Esto implica prácticas de hospitalidad, justicia, reconciliación y cuidado del prójimo, que reflejen la vida del Reino aquí y ahora.
Conclusión
El florecimiento humano desde una perspectiva cristiana no puede entenderse sin referencia a Dios, a Cristo y al Espíritu. Es una vida buena porque está orientada al Bien Supremo, y es buena para el prójimo porque brota del amor divino. En este horizonte, la formación espiritual cristoforma no solo es compatible con el florecimiento, sino que lo constituye: es el proceso mismo por el cual somos conformados a la imagen del Hijo, para vivir —aún en medio del dolor y la lucha— una vida que vale la pena ser vivida, una vida plena en Dios.
