Cristoforma es una organización dedicada a crear espacios y ofrecer recursos para fomentar la formación espiritual cristiana integral  en el siglo XXI.

Boletín de noticias

Lo que amamos: Crecimiento espiritual desde el corazón cristoforme

Mario Bravo-Lamas, 20 de Abril de 2025

Modelo de espiritualidad

La espiritualidad cristiana no se limita a lo que creemos (ortodoxia) ni a lo que hacemos (ortopraxis), sino que también abarca lo que amamos. Como expresó san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, no como una licencia para actuar sin límites, sino como una invitación a dejar que el amor verdadero —el amor a Dios y al prójimo— sea la fuerza que oriente toda nuestra vida. En el centro de la vida espiritual está el amor: amor que transforma, que ordena nuestros deseos, que nos configura con Cristo (Mateo 22:37-39). Esta dimensión afectiva del discipulado ha sido llamada ortopatía: una sintonía entre nuestros afectos y el corazón de Cristo.

La formación espiritual, entonces, es un proceso que transforma el corazón. No se trata solo de adquirir conocimiento (ortodoxia) o comportarse correctamente (ortopraxis), sino de amar aquello que Dios ama y rechazar lo que le entristece. Como afirma James K. A. Smith, “somos lo que amamos”, y esos amores son moldeados por nuestras prácticas cotidianas, no solo por nuestras ideas. La verdadera espiritualidad es, en este sentido, una pedagogía del deseo.

1. Una nueva identidad en Cristo por gracia

Todo comienza con el amor primero de Dios. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:10-11). La vida espiritual nace de una experiencia transformadora: haber sido amados, perdonados, acogidos. Como el hijo pródigo recibido por el abrazo del padre (Lucas 15), esta experiencia no solo restaura la dignidad, sino que enciende el deseo de vivir en el amor.

Esta identidad recibida —no ganada— nos libera de la necesidad de demostrar nuestro valor o buscar amor en lugares que no sanan. En Cristo, somos hijos e hijas amados. Esta seguridad afectiva es el punto de partida para una formación que toca las zonas más profundas del corazón: nuestras heridas, apegos y deseos.

La gracia, entonces, no es solo una verdad teológica, sino una realidad vivida. Como escribió Will Willimon: “Dios restauró la relación divino-humana que habíamos roto”. Esta restauración nos da pertenencia, reconciliación y una nueva forma de habitar el mundo desde el amor recibido.

2. Unión con Cristo: amar lo que él ama

La espiritualidad cristiana no se reduce a seguir una figura admirable desde fuera, sino a participar en una relación viva desde dentro, debido a que somos “incorporados, integrados en la vida interior de Dios mismo a través de Cristo” (Juan 17:20-23). Nuestra unión con Cristo —el centro del discipulado— transforma no solo lo que pensamos o hacemos, sino también lo que sentimos y deseamos. “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).

En este sentido, la transformación espiritual implica una renovación afectiva. James K. A. Smith insiste: “llegamos a ser lo que amamos”, y nuestros amores son modelados por prácticas repetidas que apuntan el corazón hacia una visión de la buena vida. Por eso, la espiritualidad no puede ser solo un esfuerzo intelectual: necesita prácticas concretas que recalibren nuestros afectos hacia Dios.

Ls prácticas cristianas —como la oración, la contemplación y la vida comunitaria— recalibran nuestros afectos. Son espacios donde el corazón es reentrenado para amar de manera distinta. En comunidad, aprendemos a adorar, servir y compartir, no como deberes vacíos, sino como formas concretas de formar un corazón alineado con Cristo.

3. Imitación de Cristo: amor encarnado y afectos transformados

El discipulado no culmina solo en conocer a Cristo, sino en parecernos a él. La imitación de Cristo es una transformación afectiva: aprender a amar como él amó, a compadecerse como él lo hizo, a indignarse con justicia, a perdonar con gracia. No se trata de copiar gestos externos, sino de permitir que el Espíritu forme en nosotros un corazón como el suyo.

Este trabajo interior es precisamente la obra del Espíritu Santo: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Romanos 5:5). Es él quien nos capacita para amar al enemigo, servir al pequeño y abrazar la cruz con esperanza.

La verdadera santidad es amor maduro: no perfección emocional, sino un corazón entregado por completo a Dios y al prójimo. Por eso, la ortopatía no es opcional: necesitamos aprender a amar bien, como parte esencial de una espiritualidad sana.

Conclusión: Adoramos lo que amamos

Esto es similar a la antigua tradición espiritual que ha descrito este camino como una travesía: purificación, iluminación y unión. La vía purgativa limpia afectos desordenados. La iluminativa enciende el amor por Dios. Y la vía unitiva conduce a una paz interior que reposa en Él. No es un camino lineal, sino un viaje marcado por pruebas, consuelos y descubrimientos profundos que nos configuran a la imagen de Cristo.

Vivimos en un mundo que moldea nuestros afectos a través del consumo y la distracción. Pero la espiritualidad cristiana ofrece una formación afectiva profunda. Como recuerda Smith, nos convertimos en lo que adoramos. Por eso, la adoración cristiana —personal y comunitaria— no solo expresa amor, sino que lo forma.

Esta es la espiritualidad que abrazamos: una vida moldeada por el amor de Dios, que responde con un corazón transformado y que crece hasta que Cristo sea formado en nosotros (Gálatas 4:19).